Nuestras vecinas “las mujeres pecadoras”

Nuestras vecinas “las mujeres pecadoras”

De “A ras del suelo”

Luisa González, Costa Rica

Narradora Allá por el año 1912, la Puebla era el barrio más pobre, más sucio, escandaloso y relajado de la capital. Zona donde crecían a sus anchas el vicio, la miseria y la prostitución. Allí en esa zona, “zona de tolerancia”, estaba ubicado “mi hogar, mi dulce hogar”.

La fama de La Puebla se debía fundamentalmente, a que en ese barrio estaba instalada una veintena o más de prostitutas de la más baja calaña, cuyo negocio daba al barrio los colores más crudos, violentos y grotescos.

Para nosotros, chiquillos hijos de familias proletarias, las calles y las casuchas donde vivían aquellas mujeres, constituían un espectáculo diario, incitante, lleno de misterio, de curiosidad, de picardía y de instrucción morbosa y precoz, sobre los más escabrosos temas sexuales.

Unos y otros, todos los güilas, tejíamos clandestinamente, las más absurdas y extrañas fantasías sobre la vida y milagros de eso que llaman “mujeres de la vida alegre”, “mujercillas”, “putas”.

Sabíamos que la palabra “puta” era una vulgaridad y una malacrianza que nunca debía decirse; así lo aprendimos desde el día en que la tía Chana le restregó un chile picante en l los labios a mi primo Carlos a quien le gustaba andar diciendo el indecente vocablo.

“Mujeres de la vida alegre”, ¿por qué las llamarían así?, ¿de la vida alegre?, ¿de cual vida?. No. No eran alegres aquellas mujeres cuyos rostros extraños se grabaron muy hondo en mi mente infantil.

Todos los chiquillos del barrio sabíamos mejor que la tabla de multiplicar, los nombres y leyendas que circulaban de boca en boca acerca de la ordinaria vida de las mujercillas de La Puebla. Alguna vez, ingenuamente hasta se nos ocurrió jugar de “mujercillas”. Nos vestimos con unos trajes largos de nuestras tías, nos pintamos las mejillas y los labios, y nos pusimos a quemar hojas secas, imitando los sahumerios que enciende esas pecadoras.

Una vez intrigados por la malicia y la curiosidad preguntamos a la tía Chana: ¿por qué a esas señoras les dicen “mujeres de la vida alegre”?

Chana ¡No sean sacalas, ni preguntones, ustedes no están en edad para saber esas cosas. ¿Quién los tiene preguntando lo que no les importa?

Narradora repuso Chana, dándonos un empujón, mientras nos hacía saber que esas preguntas debíamos apuntarlas en la lista de los pecados, como malos pensamientos que teníamos que confesar al cura de La Dolorosa.

Una carcajada estruendosa ahogó la regañada de mi tía Chana. Mis tíos zapateros, desde su mesilla de trabajo, contestaron con brutal crudeza nuestra pregunta:

Tío ¿Saben por qué las llaman de la vida alegre? Pues sencillamente porque son unas vagas, porque no tiene que trabajar para ganarse la vida: son unas frescas, se pasan pereceando todo el día, mientras uno está aquí sudándose la chaqueta.

Narradora Chistes y comentarios groseros y vulgares siguieron la discusión familiar, hasta que mi madre, enfurecida impuso silencio, para tratar de hacer respetar la inocencia de los niños que oíamos perplejos.

Madre ¡Cállense por dios santo! No sean tan relajados para hablar así delante de los chiquillos. Vean que en la familia tenemos tres muchachas que van para arriba.
¡Sinvergüenzas y bandidos que son los hombres!. Así que gozan bien de esas pobres mujeres, vienen luego a comérselas vivas, a despellejarlas, a burlarse de ellas.

Narradora ¡Qué extraño!, pensaba yo para mis adentros, mi madre parece defender a las mujercillas. ¿Por qué será? Allá, en lo más íntimo de mi corazón, yo sentía, con extraño temor que nosotros los niños, también teníamos cierta simpatía, tal vez dominada por la curiosidad y el misterio, por esas vecinas pecadoras que ponían notas tan pintorescas en el barrio.

Quiénes, sino ellas, fueron las que varias veces nos salvaron de una cuereada por haber perdido un diez o una peseta del vuelto de la pulpería. Muchas veces las vimos abrir sus carrieles perfumados para darnos las monedas que habíamos perdido o cachado secretamente para comprar botellitas de azúcar con licor.

Muchas veces se nos salieron las lágrimas cuando veíamos la ambulancia cargando a la pobre de Silvia, borracha y ojerosa, que le decía adiós a su gatita parda, que se quedaba maullando en la puerta desvencijada de su casilla.

Mí tía Chana nos jalaba de las orejas para evitarnos aquel espectáculo, y con vos entrecortada nos decía:

Chana ¡Chiquillos más tontos¡, ¿Por qué lloran por eso? ¿No ven que Silvia está borracha y que la policía tiene que cumplir con la ley?

Narradora Ella disimulaba, pero nosotros sabíamos que tenía un nudo en la garganta.

Nosotros le explicábamos que no eran por Silvia nuestras lágrimas sino por la pobre gata que maullaba como una bisagra herrumbrada. Entonces mi tía Chana preparaba una sopa de leche en un tarrillo y nos mandaba llevarle al pobre animal.

Éramos, como todos los niños del mundo, unos chiquillos buenos, sentimentales, generosos y agradecidos. Crecíamos en aquel barrio sórdido y miserable, como crecen tantas plantas entre la tierra seca y dura, pero en nuestras almas florecían los sentimientos que, a pico y pala, cultivaban con energía y gracia singular, mi madre y mis tías, en aquel hogar del barrio de La Puebla.

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